domingo, 3 de noviembre de 2013

Dicen los que saben...




[…] le conocía muy bien esa manera tan peculiar que tenía al escribir, porque comenzaba a gotearle el alma hasta por los dedos. Una vez que iniciaba era imposible detenerle la hemorragia, solía vaciarse por completo una y otra vez en las mismas hojas, en las mismas letras, se le leía plena, rebosante, hablaba en futuro y obviaba el pasado, cualquiera que éste fuera. Parecía no agotarse nunca. Él, por su parte, tenía por entendido que si bien uno puede sentir morirse de amor algunas veces, solo una podía hacerlo de a de veras”.

“Extravíos” (Cap. 11)

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Quererle ha sido de esas cosas que uno hace siempre consciente de que no habrá regreso, que mientras dure el viaje solo queda dejarse llevar por la inercia del impulso inicial que termina casi siempre por levantar los pies del suelo, para luego, casi de manera inmediata, implementar el protocolo de evacuación, que consiste entre otras cosas, en entrecerrar los ojos y esperar el golpe que en algún punto del trayecto habrá de detener en seco al corazón

A veces la realidad defrauda de tal manera, que uno tiene que inventarse historias de encuentros y desencuentros que al menos lleven a alguna parte. Así pues, se terminan consumiendo las madrugadas ideando elaboradas teorías de cómo y por qué es que pasar del punto A al B acaba costándole la vida a tantas otras vocales en el intento. Entender el miedo al abandono implica que en algún momento será uno el que acabe abandonado, por si acaso

Hace apenas una luna platicando con Marín, me confesaba de forma apasionada y completamente convencida, que creía fielmente en que cada uno de nosotros estamos destinado en la historia de la vida de alguien más, para estar y pertenecer, para construir y darle sentido a los ideales que cada uno defiende a capa y espada. Que su padre por ejemplo, después de un cuarto de siglo y de probar hasta la última gota de las mieles que destila la poligamia, había coincidido de nueva cuenta con aquella mujer a la que él decía le pertenecía su parte más sana que le quedaba de corazón. Que era enternecedor verlos caminando por la plaza como dos adolescente, comiéndose las almas con los ojos como si esa fuera la última oportunidad en la vida que tuvieran para hacerlo

Y es que, realmente ¿cuántas oportunidades nos puede dar la vida para coincidir de frente y casi día a día con quien uno sabe que pudiera dar la parte más sana que tenga de corazón?. Le respondí diciéndole que me era imposible a estas alturas el creer más en todo ello, en la teoría de pertenecer y pretender saber que uno tiene cierto espacio entre los días de alguna persona, que si realmente era el caso, por qué es que era necesario tener que lidiar con apariciones y desapariciones a placer o cuando lo marcara la ocasión, el mes o alguna estación del año. Por qué no existía esa consistencia y esa constancia entre lo que sale de los labios y lo que terminan haciendo las plantas de los pies. Jodorowsky ha dicho tanto, de entre todo algo que me encanta y a la vez me parte en dos, en tres o cantidades indefinidas…“A donde el corazón se inclina, el pie camina”. Así pues, éste de tanto que se inclina, se encuentra a media sílaba de caer

Y es que también, la dignidad le pide cuentas a uno mismo, se pregunta cuándo carajos es que habrá de dejar de intentar echar raíces sobre el concreto, o de plantar jardines en las rocas. Por más que quisiera refutar sus argumentos, uno sabe, sin lugar a dudas, hasta qué punto debe dejar de empaparse el alma y empezar a tenderla al sol a que tome color y el calor que le hace falta.

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